sábado, 2 de junio de 2012

MEMORIAS DE UNA BODA

MEMORIAS DE UNA BODA
Quito, 31 de Marzo del 2012
Hoy fue la boda de una buena amiga mía, Carla S. Soy amiga de Carlita desde que tenía 15 años, aproximadamente hace unos 11 años. Fuimos compañeras del colegio; ella era una chiquilla de las que en mi tierra les llamamos “loquitas” (en el buen sentido de la palabra) y juntas “hacíamos de las nuestras” en el cole.
El colegio, ¡qué épocas aquellas¡ en donde nuestra única preocupación era sacarnos buenas notas. Si lo reconozco, yo era de esas nerds a las que les gustaba estudiar mucho y sacarse mínimo 18 en los exámenes y pruebas, ojo que digo “mínimo”,   lo normal era un 20 o un 19.
Carlita y yo solíamos hurtar a escondidas el café recién colado de la sala de profesores. Es que en ese frío terrible de las 5 de la tarde de Quito en los meses de abril, un café calientito nos caía como anillo al dedo y nos permitía aguantar el resto de la jornada estudiantil hasta que dieran las 7 de la noche, hora a la que salíamos de clases. Recuerdo también aquella vez en la que “Pepito” nuestro querido profesor de gramática, nos sacó de clases porque nos sorprendió colocando una bincha en la parte posterior inferior de su chaqueta, justo ahí donde termina la espalda, repetíamos la hazaña una y otra vez cada que se paseaba junto a nosotras, hasta que se dio cuenta de lo que estábamos haciendo. Se enojó mucho ese día; nos asustamos, hasta creímos que le iba a dar algo a ese pobre tierno viejito del coraje que tenía.
Esas eran nuestras inocentes travesuras de la época del colegio. Esa era nuestra vida. Vivíamos el día a día únicamente dedicadas a estudiar y a hacer todo lo posible por divertirnos. Sin preocupaciones, sin miedos, sin temor al futuro; disfrutando cada segundo, gozándonos de la vida. ¿Dónde quedó eso? me pregunto. ¿Dónde?
¿Cuándo empecé a sentir el peso de la vida? ¿Cuando descubrí que algo tan sencillo y necesario como respirar y palpitar podría  ser tan doloroso? ¿Cuándo conocí de cerca el dolor inmenso de la pérdida, la indiferencia y el rechazo? ¿Cuándo conocí que hay cosas en las  que somos totalmente impotentes y nada de lo que hagamos en nuestras fuerzas humanas pueden cambiarlas, por más que quisiéramos; y no nos queda otro camino más que aceptarlas?
No fue cuando falleció mi papá, a mis 18 años de edad, cuando apenas comenzaba a estudiar en la universidad. Porque de alguna manera, contaba con el respaldo de mi sacrificada familia,  y sabía que mi padre me había amado con total entrega, y que no era su culpa el dejarme. Sabía que si él hubiera podido, no nos habría abandonado jamás; simplemente era una circunstancia ajena a nosotros que debíamos afrontar. No fue cuando culminé mis estudios universitarios y tuve que enfrentarme con cuentas que pagar, porque tenga o no dinero, haya o no trabajado, los estados de cuenta de la comida,  luz, agua y electricidad siempre llegaban puntualmente cada fin de mes. ¡No! Ni la muerte de mi mayor ser amado, ni mi nueva posición como ente productivo en la economía del país, me causaron tanto dolor ni tanto miedo, como el amor.
Si el amor puede ser lo más bello que creo Dios, como lo más doloroso, cuando no es su voluntad enamorarnos de esa persona, que equivocadamente, en un acto de rebeldía u obstinación, consiente o inconscientemente de ello, lo hacemos. Si, ¡el amor! Cuantas veces he caído en el juego del amor, al que si te subes sin las debidas precauciones, sin leer el manual de instrucciones, sin abrocharte bien el cinturón de seguridad, sales disparado y terminas en el mejor de los casos golpeándote contra el duro pavimento.
Cuantas veces me entregué a hombres a quienes les di no solo mi cuerpo, sino lo más importante de mi ser, mi alma y mi espíritu; sin condiciones, sin dejarlo nada para mí. Como soy yo, apasionada, entregada, sin miedos. Es que,  ¿de qué sirve enamorarse si no es para entregarlo todo al ser amado? Si no es para renunciar a uno mismo, si no es para morir a uno y renacer para el otro. De qué sirve enamorarse si no se lo hace con total pasión, entrega, locura, renuncia y sacrifico. Cualquier tipo de sentimiento que no involucre estos cinco elementos, pueden ser cualquier cosa, menos amor. Porque el verdadero amor va más allá de los simples sentimientos y de las no tan simples pasiones; va más allá de las mariposas en el estómago y de las palabrerías empalagosas. El amor es otra cosa… Realmente es otra cosa. Muy superior a los sentimientos, los cuales involucran estados de ánimo pasajeros, momentáneos. El amor jamás puede ser pasajero, es perenne, es por siempre, porque a diferencia de los sentimientos, no es una reacción a una acción externa, como el reírse cuando alguien te cuenta un buen chiste, o el angustiarse por no estar preparado para dar un examen final. ¡El amor es una decisión! Es la decisión de hacer feliz a la persona amada, de querer lo mejor para ella, de hacer todo lo posible y hasta lo imposible por el bienestar del otro. Amar es ser empático con las necesidades del otro, es mirar las necesidades de los demás antes que la mías. Es el dar antes que el recibir. Es renunciar a uno, es hacer sacrificios porque sabes que con eso ayudas al otro, y además sentirte bien por eso. Y el tomar esa decisión es como encender una llama en nuestro interior que desconoce las dimensiones de tiempo y espacio; una llama  que jamás se apaga, que permanece encendida por toda la eternidad, porque Dios te ayuda a que así sea, porque él mismo es amor y él mismo es eterno.
Al presenciar la ceremonia de bodas de Carla y Willy esta tarde, pude ver, pude percibir ese amor. Amor que se tienen el uno al otro, un amor que supo sobrevivir al tiempo y a la distancia, que supo esperar más de 6 años y vencer lo que humanamente parecía imposible, para finalmente poder estar juntos y unirse en matrimonio.
Entonces me pregunté, porque había fracasado tanto en mis relaciones amorosas. ¿Por qué no podía ser yo la que en esa soleada mañana de finales de marzo me estaba casando con mi alma gemela? Me sorprendí a mí misma respondiéndome y exhortándome  ante este cuestionamiento.
Sí, había entregado todo de mí en mis pasadas relaciones. Todo. Pero siempre lo hice apasionadamente, dejándome dominar por mi carne, dominada por toda clase de pensamientos y sentimientos desordenados en mi cabeza y ardiendo en el interior de mis entrañas. Sin detener a preguntarme siquiera si esa era la persona adecuada, y pero aún sin preguntarle a Dios que opinaba él al respecto.
Anduve enamorándome y desenamorándome a la fuerza de los hombres equivocados, terminando cada vez con un corazón más lastimado y humillado. Siempre me preguntaba cómo podía ser que siendo una persona tan inteligente, no podía dominar ese aspecto de mi vida. No podía tener control sobre mi corazón, sobre mis sentimientos y mis impulsos. ¿Por qué cada vez que me sumergía en una relación amorosa, termina con el corazón destrozado? Pues la respuesta era sencilla: porque nunca me detuve a preguntarle  a Dios que era lo qué quería para mi vida. Nunca me detuve a escuchar en el silencio el llamado de Dios hacia mi vida.
Creía equivocadamente que podía andar por ahí probando de todo un poco, regalando mi corazón a quien se apareciera por mi camino, ofreciéndolo como si fuera cualquier cosa a quien se anime a comprarlo, hasta que llegara el indicado, hasta que apareciera mi tan añorado príncipe azul (y justamente así es como actué por muchos años). No me daba cuenta que si alguna vez aparecía el hombre de mi vida, mi alma gemela, no iba a tener nada digno que ofrecerle; solo un corazón roto, marcado con huellas difíciles de curar y borrar.
Tuve que aprender a las malas, como la mayoría de personas lo hacemos (que manía esa de insistir en ser llevados por el mal, pero eso lo voy a dejar para ser tratado en otras memorias), a dejarme guiar por Dios. A entregarle mis sentimientos, que sea él quien maneje esa y todas las áreas de mi vida.
Es una lucha diaria el entregarle todo a Dios, el dejarse guiar por él, más aun para mí en el área del corazón, porque como dice la Palabra: Engañoso es el corazón, ¿quién lo conocerá? Pero después de tantos fracasos, de tantas heridas innecesarias que me auto afligí, no me queda más que creerle a él, porque él es fiel. No me queda más que confiar y esperar en Dios, en dejar que sea el quien me cure, quien me restaure, que me dé un nuevo corazón limpio y listo para entregárselo a la persona correcta,  a la persona que estoy segura Dios tiene reservada para mí.
Entonces también al fin tendré mi mañana soleada de marzo, en la que la suave brisa del mar acaricie mi rostro y agite mi velo, mientras siento como la arena se hunde bajo mis pies, mientras voy caminando rumbo a aquel altar de bellas y perfumadas jazmines, en donde me esperas tu amado mío con una gran sonrisa y con tu alma pura reflejada en tus brillantes ojos. Tu amado mío. Tu mi alma gemela…

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