viernes, 1 de noviembre de 2013

EL LEÓN RUGIENTE



 Quito, 06 de Septiembre del 2013

Hace ya casi 2 años que conozco al Señor, son ya casi dos años desde que tuve que atravesar una experiencia muy dura en mi vida para ponerme de rodillas ante Jesucristo y decirle que ya no podía más, que sin él nada soy, que sin él mi vida no tiene sentido. Postrarme a sus pies para pedirle perdón por lo mal que había llevado mi vida hasta ese entonces.

Son dos años de vida cristiana, en los que he tenido bajas y altas, en los que he palpado de cerca el infinito amor y el abrazo del Padre; así como también he vivido momentos duros y tristes en los que Dios ha sabido sacarme victoriosa.

El Señor conoce mi corazón y todo lo que hay en él. Conoce mis fuerzas y mis debilidades. Pero el enemigo también conoce estos aspectos de mi vida, y aprovecha cada vez  que así se lo permito, para venir y destruir todo lo que puede, porque como la palabra lo dice, es como un león rugiente que acecha.

El enemigo siempre está al acecho y aprovecha la menor oportunidad para atacarte. Yo me imagino que me vio ahí de lo más tranquila, quizá “demasiado”, y ¡atacó!

Me atacó en mi punto más débil, quizá el de muchos, el corazón. Aproximadamente el mismo tiempo que llevo conociendo del Señor es el tiempo que no he tenido una relación amorosa con algún chico. La última vez resultó en desastre y en una profunda herida en el corazón, pues este hombre había sido para mí alguien muy importante, alguien a quien amaba profundamente y con quien anhelaba pasar el resto de mi vida. Realmente no me imaginaba con alguien más a mi lado, teníamos planes a futuro juntos, pero como en un azote del viento, todo se fue abajo, esos planes, esos anhelos, esos sueños quedaron en nada, y lo que más hería mi corazón era saber que había dejado de amarme, simplemente se le acabó el amor. Y la pregunta que rondaba una y otra vez en mi cabeza era ¿cómo se puede dejar de amar?; si el amor va mucho más allá de las pasiones y de los sentimientos pasajeros, si el amor es una actitud, una decisión de entregarse por completo al otro. Eso me decía que él había dejado de intentarlo, que había decido irse por lo más fácil, había claudicado a luchar, dejó de entregarse.

Ese pensamiento causó en mí un profundo dolor, un dolor que ahora me doy cuenta continúa muy dentro de mí. Ese pensamiento de que no eres lo suficientemente importante, que no tienes eso especial que creías tener para que alguien pueda no solo fijarse en ti; porque eso es sencillo, a todos nos puede gustar alguien o parecernos simpática alguna de la gente que nos rodea; sino que, vaya más allá y se decida por ti, que se la juegue por ti, alguien que a pesar de las circunstancias, aún continúe a tu lado. Eso era lo complicado.

Después de tantas cosas que vivimos juntos, después de tantos problemas superados, después de tantos sacrificios, tanta entrega, tanto dar ¿que quedó? ni siquiera una falsa amistad, sin rastro, sin cenizas, como si hubiera sido un sueño, algo que nunca pasó y que solo fue real para mí.

Mi padre celestial fue muy bondadoso al extenderme sus brazos, mostrarme su amor, permitirme conocerlo a él y a su hijo Jesucristo e ir curando de a poco mis heridas.

Para mí fue algo maravilloso, un despertar, una nueva oportunidad una nueva vida. Con el transcurso del  tiempo, fui conociendo más de él, enamorándome más de él, leyendo y guardando no solo en mi mente sino en mi corazón su palabra, entendiendo su carácter y su forma de obrar en nuestras vidas. Conocí también a grandes amigos, que han sido como hermanos y han estado presentes en los buenos y malos momentos de mi vida.

Vivir una vida como seguidor de Cristo es un gran privilegio y a la vez una gran responsabilidad. Un privilegio porque al aceptar a Cristo como nuestro Señor, Dios nos reconoce como hijos suyos, hijos del Creador; como dice la palabra: si un padre humano sabe dar cosas buenas a sus hijos, imagínense cuanto más es lo que nos ofrece nuestro padre Celestial. Una responsabilidad, porque debemos ganar almas para el Señor, anunciar su palabra y vivir de acuerdo a lo que es agradable para Dios; ninguna de estas tareas ciertamente es fácil, requiere de carácter, entrega y amor. Además de no ser fácil de por sí, el enemigo está siempre atacando, impidiendo que cumplamos el propósito de Dios. Como mencioné en los párrafos anteriores, el enemigo conoce nuestra debilidad y es ahí donde lanza su mayor ataque.

Como soy consciente también de cuál es mi mayor debilidad, oro al Señor para que me fortalezca a diario, para que me enseñe a guardar el corazón, para que no permita que dé mayor prioridad en mi vida a lo que no sea Jesús, que me enseñe a esperar tranquila  la perfecta voluntad de Dios, que me muestre las intenciones y los corazones de las personas, que me recuerde que él sabe lo que anhelo y lo que necesito, y que él sabrá dar la provisión en el momento justo.  

Creo que en este tiempo me sentía tranquila, en aparente calma, con mi vida en perfecto orden. Todas las cosa parecían estar yendo bien, y mis anhelos desde los más simples hasta los más complicados, aquellos por los que había luchado por mucho tiempo, y que incluso daba por perdidos, se estaban cumpliendo. Incluso mi corazón se sentía muy feliz, después de mucho tiempo había vuelto a latir, y no por el amor hacia el Señor porque eso había sucedido desde hace 2 años a tras, sino por ese sentimiento humano que no se si describirlo como enamoramiento, o por lo menos algo muy parecido.

Esta vez me aseguré de no equivocarme (según yo, en mi limitada sabiduría humana), de no fijarme en la persona equivocada, de fijarme únicamente en alguien que amara con todo su ser al Señor. Me sentía tranquila y feliz porque rodearse de amigos que aman a Dios edifica enormemente, de igual forma compartir momentos con una persona especial que también ama a Dios. De hecho aprendí mucho en ese corto tiempo de compartir con esa persona especial, sobre todo a mejorar mi comunión con el Padre, a persistir en la oración en todo momento y lugar, a que la oración es algo más que un mero discurso repetido de manera rutinaria o una lista de peticiones demandadas ser cumplidas a la brevedad; realmente este aprendizaje ha sido de gran bendición en mi vida.

Pero el enemigo a veces te confunde, nos fijamos en la persona equivocada y luego nos sentimos tristes, despreciados, y humillados incluso. Este sentir sacó dentro de mí algo que pensaba ya era prueba superada, el sentirme poco, el sentirse no merecedora de amor; recordar como muchas veces nos han despreciado, fallado y lastimado. Ese creer que algo muy  malo hay en nosotros y que nunca podremos ser realmente amados y valorados por alguien. Olvidándonos que Dios nos ama y nos ha amado desde siempre, tanto que entregó a su hijo por nosotros,  y que él nos mira con ojos de amor como sus hijos y nos da el valor real que tenemos, y que nada ni nadie puede cambiar esa realidad.

Cuando el enemigo nos ataca y nos invade la tristeza, nos desenfocamos del propósito que tiene Dios para nuestras vidas, nos concentramos en el dolor, en lugar de poner nuestra vista en Dios. Dejamos de ser luz y sal para otros, y eso justamente es lo que busca Satanás.

El enemigo nunca se queda tranquilo y lanza su mejor ataque, por eso nosotros tampoco debemos bajar la guardia. Cuando crees que todo está bien en tu vida, cuando te sientes en paz, cuando te crees “feliz” por así decirlo, es cuando muchas veces bajamos la guardia, y nuestra guerra espiritual se debilita. Nos sentimos “confiados” y “cómodos” diría yo; y en lugar de orar más fervientemente, de congregarnos más; de cumplir de mejor manera, con mayor entrega, con lo que Dios nos ha encargado, pensamos erróneamente que no debemos hacer más de lo que hemos hecho hasta ese entonces, porque ¿para qué, si todo anda bien en nuestras vidas?.

Satanás toma ventaja de estas cosas y nos ataca y si no tenemos cuidado, si no estamos preparados para ese ataque con toda la armadura de Dios, ciertamente logrará herirnos y hasta matarnos.

Realmente el Señor cambia la vida de las personas, renueva su mente y su corazón. Creo sin duda alguna, que nunca volveré a ser la persona que fui alguna vez; porque si a veces falló y no obro de acuerdo a la voluntad de Dios, su Espíritu Santo se encarga de hacerme ver que ese no es el camino correcto y de hacerme volver a las sendas del Señor. Incluso cuando he fallado de alguna manera tan grande que me avergonzaba solo el hecho de salir de mi casa, peor aún ir  a la iglesia como si nada hubiera pasado, como si fuera una perfecta hija de Dios, a cantarle alabanzas, simplemente no podía hacerlo.


Es que así es nuestro Padre de paciente y misericordioso. Su palabra nos dice que nuevas son sus misericordias cada día. “Nuevas son sus misericordias cada día”, que alegría y que consuelo saber eso.

Dios no hace, ni permite que pase ninguna circunstancia en nuestra vida por azar. Él tiene el control de todo y obra con un propósito, propósito que muchas veces no entendemos. A veces pasamos por pruebas, por tentaciones.  A veces permite que vivamos sufrimientos que para nosotros no tienen sentido, pero para él sí. Todas estas cosas nos van formando, nos van enseñando algo, con el objeto de acercarnos a ser  lo más parecido a como es él.

Filipenses 1.6 nos dice que el que comenzó en nosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús. A veces se me olvida que Dios no nos abandonará nunca, porque nos eligió desde el vientre de nuestra madre y quiere obrar en nosotros para que cumplamos el propósito que él tiene para nuestras vidas.

Cuando se atraviesa momentos difíciles es fácil olvidar que el poder de Dios se perfecciona en la debilidad (2 de Corintios 12;9). Dios utiliza nuestras debilidades para sacar algo bueno, algo grande. Es precisamente eso, en lo que somos más débiles, eso que nos causa o nos ha causado muchas heridas en el corazón, son nuestros mayores temores, lo que Dios utiliza para su buena obra.

Así que si el león rugiente te ataca en tu mayor debilidad sea la que sea, reposa en el Señor, él no nos dejará cargas más pesadas de las que podamos soportar; y recuerda que tu mayor debilidad puede ser transformada en una gran bendición, si dejas que Dios te utilice.

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